En mi lavadora da vueltas y vueltas la camiseta que me compré hará diez años en el festival de Lollapalooza. Ha encogido, pero sigue siendo mi favorita. Intento huir de etiquetas y admito ser un poco elitista, pero hace un par de años sucumbí a Coachella. Ahora me canso de decir en artículos y en clase (sí, también soy profe de diseño en el IED Barcelona), que el festival por antonomasia fue Woodstock o el Summer of Love de San Francisco, que Coachella no es nada nuevo, por mucho que haya sido donde Alexa Chung olvidase por un momento su promesa de no hacer nunca más de DJ y hasta ahora las revistas no hayan parado de sacar instantáneas de ese acontecimiento a toda página.
Parece que a los festivales la gente va a lucir, no a por la música y yo admito hacer lo mismo. Sin embargo, hay una excepción: Glastonbury. Porque por mucho que las botas de agua y el Barbour ayuden, allí la música sigue siendo la gran protagonista y lo que busco respirar es ese aura de “paz, amor y libertad” de los setenta. Celebrities muchas; bazares de moda y crónicas, todavía más. Sin embargo, los que creemos que deberíamos haber nacido hace unas décadas, nos ponemos chanclas, nos hacemos un moño, plantamos la tienda de campaña en este pueblecito a 45 km al sur de Bristol y nos dedicamos a vivir esa ensoñación de la letra de “Imagine”, de John Lennon. Habré ido a Glastonbury ya como siete veces y sólo en una ocasión no he vivido un diluvio universal. Catarros a posteriori, la verdad es que no. Será porque allí siempre soy feliz. El postureo queda atrás y el mundo underground, como en Lolla (cerca de Chicago), transforma este festival en un circo amable, en un bullicio musical y regala muchos momentos que no requieren selfies, sólo movimientos y sensaciones.
Este año he bailado como loca con Future Islands (y puedo, snob -lo dije- decir que ya los vi en la sala Sidecar de Barcelona), Caribou, Death Cab for Cutie (que visitan Madrid y Barcelona este noviembre), Suede y mi amada Patti Smith, vista en el Primavera Sound hace nada pero que, quizá porque la poesía me puede siempre, me conquistó y me hizo tomar conciencia, una vez más, de que Glastonbury nunca falla y que un festival es un espacio para vivir, compartir y soñar. Y eso sólo puede ocurrir en una campiña. ¿Vamos pensando en la edición 2016?
Fotos: Anna Tomàs, Woodstock, Glastonbury